10.5.08

De soslayo



Yo lo que quiero es cultivar hierbas. Pequeñas, diminutas y regalarlas con esmero de farol vertiendo caricias en la madrugada de las calles. Aunque no quede más remedio que hacerlo en el asfalto. Me gustaría regar el ciboulette con una regadera de bata escolar a cuadros. Me interesan sobre todo las plantas bulbosas. Tulipanes necesarios, incluso los metálicos. Cebollinos, narcisos, jacintos tristes, irises. Cebollas, capa tras capa de llanto en escalera, para llegar a un centro bulboso-vulvático que sigue haciéndome llorar.
Estoy congestionada, debí ingerir un sueño en malas condiciones, y aquí estoy, adoleciendo de futuro como siempre. El viernes secuestraré un pájaro para atravesar la utopía de las nubes. Sobrevolaré lugares en los que agonizan animales polares, a golpe de palo humano. Me colaré por varios no lugares. Llegaré a Madrid, con dos maletas verdes y el taconeo de mis veinte años.
Pronostican el deshielo para finales de junio. No descartan que llegue acompañado de fuertes marejadas en el mar cantábrico. Han pasado quince años desde que me mudé a un puerto de mar. Ahora vivo en el desierto y despierto cada mañana asfixiada por la sequedad del aire.
Vitoria-Bilbao-Boise. Boi-Bio. Voy- Digo palabras para conjurar no sé qué necesidad del corazón del hielo. Escupo con desgana, con prisa, sin el cuidado esencial que precisa el conjuro. Digo nínfula. Ínsula. Y después callo.
La asfixia, el agarrotamiento de mi mente en la horizontalidad de esta ciudad de plástico. Es cierto que crecen los plátanos salvajes, la luz de arce, la miel, el sirope que lo baña todo en el verano.
Sobre la cómoda descansa Michigan. Me preguntó si allí encontraré, por fin, la verticalidad. Hay quien me pide que me mude al norte, que escale rascacielos, que suba con tacones las escaleras. La verdad es que prefiero seguir tumbada, soñando sólo con la posibilidad de una ínsula extraña. Sin buscarla.